10 de junio de 2008

Viajero al Volante


Por: J. Guillermo Suescún

Cuando hablamos de viajar, siempre estamos pensando en conocer otros lugares, en disfrutar de un paseo, de unas vacaciones, de un fin de semana. Pareciera que la palabra viaje sólo fuera sinónimo de turismo. Pero no todos los viajeros lo hacen por el mero placer de recorrer el mundo y conocer sus paisajes y culturas. A una menor escala, el que recorre el país por carretera pavimentada o destapada, no necesariamente lo hace sólo por conocer, pues los viajeros más frecuentes de nuestro país, ya han visto mil veces el lugar al que se dirigen, y realmente vuelven porque ese es su trabajo, recorrer el país en un gran bus intermunicipal, llevando gente de una ciudad a otra.

Gustavo López empezó a viajar por toda Colombia cuando apenas había cumplido los 13 años. En es entonces viajaba como ayudante en la tractomula que manejaba su papá, Don Ovidio López. La mayoría de los viajes se concentraban entre el Urabá antioqueño y el centro del país, pero en muchas ocasiones debieron viajar a la Guajira, a Venezuela y a Ecuador, convirtiéndose estos últimos en los destinos más llamativos para Gustavo.

“En esos tiempos sí le parecía a uno un paseo. Y estar la mayoría del año en la carretera, de una ciudad a otra, conociendo pueblos, paisajes que uno no se imagina en Colombia... todo eso era algo que no todo el mundo puede contar, y es algo que le tengo que agradecer siempre a mi papá. Claro que también le tocaban a uno las varadas en plena noche, y pasar varias horas sin ver pasar ningún otro carro; Eso ya hace más o menos 30 años, y cuando eso las carreteras eran muy malas, muchas estaban destapadas, entonces era normal quedarse atrancado en el lodo, o tener que esperar dos o tres días a que abrieran campo entre un derrumbe, o incluso que la guerrilla cerrara un vía y tener que buscar otro lado para llegar a donde uno iba, cuando no era que se ponían a quemar las mulas y los camiones. A mí me tocó una vez que nos bajaron de la mula y la quemaron... creo que fue llegando a Cincelejo” Gustavo revolvía su tinto mientras me contaba sus anécdotas en una pequeña cafetería de la Terminal de Transportes del Norte.

Nos encontramos allí, en la mítica terminal, pues yo le había comentado mi intención de escribir una pequeña historia sobre su experiencia, y aunque él se rió, y no estaba muy convencido, aceptó que nos tomáramos un café, para charlar, y mirar si sus vivencias sí alcanzaban para una pequeña crónica, para una breve historia. Después de oírlo la primera media hora, ya había imaginado un libro completo.

Gustavo tiene unos 45 años, especulo yo, pero lo seguro es que ha pasado más de 30 en las carreteras del país. Después de viajar un par de años como ayudante de su padre, él tomó la cabrilla por primera vez cuando cumplió 15, y sin haber manejado antes algún otro tipo de carro, o moto siquiera, logró conducir una tractomula por media hora en una larga y derecha carretera de Cartago a Cali. Después de eso, su papá le permitía tomar el control durante algunos tramos fáciles, hasta llegar a conducir durante 14 horas en un viaje a la costa con Don Ovidio descansando en el asiento del copiloto.
“Cuando tenía 17 años mi papá me había sacado el pase, entonces yo manejaba más la mula. Después cuando yo ya era mayor de edad me quise independizar, y como tenía tanta experiencia manejando, me ofrecieron trabajo con una transportadora de combustibles, pero no duré si no medio año, porque el trabajo era muy duro, muy seguido, y fue en una época en que lo de las vacunas y el robo de gasolina estaba disparado. Habían amenazado a los jefes y a algunos compañeros, entonces más bien me fui de allá. Afortunadamente estaba respaldado por un amigo de la familia que trabajaba en la terminal, y el me consiguió trabajo de conductor en una flota para Bogotá” Así fue como Gustavo dejó las grandes máquinas que llevaban contenedores o bultos de papa, para dedicarse a transportar personas.

Así pasó unos 22 años, en los que trabajó como conductor en varias empresas de transporte intermunicipal. Durante ese tiempo, entre viajes a distintas ciudades, Gustavo conoció a una mujer en Armenia con la que comenzó un extraño noviazgo. Él la visitaba en la terminal de aquella ciudad, donde pasaban un rato mientras descansaba antes de volver a Medellín. Después de un tiempo se casaron y se establecieron en la capital antioqueña, donde tuvieron sus dos hijos.

Este año, gracias a sus ahorros, y a la insistencia de su esposa, Gustavo decidió dejar ese trabajo, y comprar un taxi, pues él no quiere dejar el volante, y tampoco quiere seguir haciendo largos viajes por carretera. Por eso ha decidido seguir transportando gente de un lado a otro, pero en recorridos más pequeños y personales.

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