De niño conocí a los indígenas Embera del sur de Uraba, fui testigo de sus costumbres y del resultado de sus curaciones con plantas y rezos, pero nunca pude presenciar un Benecua, el ritual de curación. Años después mi curiosidad se reviviría al saber que en el sur de Antioquia existía una reserva indígena que todavía practica este antiguo ritual.
Por suerte conocía a Vicente Vargas, un hombre blanco que vive con ellos en la reserva La María y que de cariño es llamado Buchi. Vicente me contactó con Julio Tascón, gobernador del cabildo indígena de Valparaíso, quien me invitó a que visitara la zona y hablara con el Haibaná, médico espiritual, Horacio Tascón. La reserva indígena La María, es una de las pocas que ha logrado mezclar su cultura con la del hombre blanco sin perderse totalmente en ella.
Para llegar a Valparaíso se recorre alrededor de 110 kilómetros desde Medellín; el viaje se realiza en un lapso de 3 a 4 horas. La carretera pasa por todo el filo de la montaña, entre Versalles y Santa Bárbara a lado y lado hay abismo, hacia el horizonte está el valle farallones en La Pintada, después de atravesarlo se llega a Valparaíso.
De La Pintada a Valparaíso, se respira un aire con olores de pasto vivo al sol, de las caballerizas, de gallinas y el inconfundible aroma del ganado, ya que con los años la región ha cambiado los cultivos de caña y café por haciendas ganaderas. El viento está cargado de olores fuertes, que se confunden con un aire liviano, limpio, que entra fácil a los pulmones. Se siente una variedad de olores a madera quemada, en descomposición y por último a madera cortada.
Desde Valparaíso se divisa, La Pintada, Santa Bárbara y parte del departamento de Caldas. Antes de que se colonizara el suroeste antioqueño, los indígenas eran dueños del territorio y se vinculaban con el ecosistema desde su espíritu, hoy en día conviven en la reserva La María que está ubicada a diez minutos del pueblo justo por la carretera a Caramanta.
Me encuentro con Julio Tascón en el parque y arreglamos para que en la noche vaya a conocer el Haibaná Horacio. Paso toda la tarde vagando por el casco Urbano de Valparaíso; aquí como en cualquier otro pueblo el ritmo se hace más lento, se camina despacio, se toma el café sorbo a sorbo y se conversa con cualquier parroquiano desprevenido en un tono amable.
A pesar de la belleza colonial del pueblo, el turismo no es su principal atractivo; su economía se sustenta en la ganadería, la agricultura y la floricultura, campo que han sabido explotar los indígenas Embera con cultivos de heliconias; flor ornamental que ellos mismos organizan y convierten en arreglos ornamentales.
Gracias a un convenio con Confama y la OIA (Organización Indígena Antioqueña), han empezado a distribuir su producto a otros municipios del suroeste, con la proyección reconsolidarse en el mercado antioqueño como productores de Heliconias.
Llega la noche y camino por la carretera que conduce hacia Caramanta hasta llegar a la gran estatua de la virgen María que vigila todo el valle desde una roca negra que contrasta con su blancura; a partir de allí se ven las casas homogéneas que levantó hace cinco años la comunidad con dineros donados por finqueros de la región, cuando un temblor rajó la montaña en que vivían y se tragó varias de sus casas.
Me recibe Julio, el gobernador, en la oscuridad de la trocha; caminamos 30 metros hasta la pequeña casa finca construida con cemento y ladrillos nuevos, Vicente Vargas salió a nuestro encuentro y me presentó a los Embera (Chami). Me tiene una sorpresa: hoy habrá Benecua y me dejarán asistir.
Llego hasta la casa del Haibana y creo ver en el cielo el resplandor de un rayo, pero más tarde supe que ese es el primer llamado del haibana a la tradición de los recuerdos.
No se respiraban aires de grandes enigmas o danzas ancestrales, la imagen solo revelaba un número de personas que se reunían a pasar un sábado por la noche en un pequeño pueblo apartado de la ciudad pero cerca de la civilización gracias a los televisores, radios y celulares. Aunque en el fondo el clima de la montaña anunciaba algo que sucedería mas tarde, se albergaba un calor que alimentaba las expectativas.
Pasaron treinta minutos y varios indígenas salían del maizal junto a la casa, loma abajo, traían consigo hojas de biao y otras matas no catalogadas por el hombre blanco. Estos elementos del ritual de sanación habían sido recolectados por el Haibaná días antes y guardados, por él mismo entre la montaña. Las hojas, las flores y la albahaca eran puestas en el suelo.
Los espíritus danzan sobre la cabaña, el haibana Horacio se preparaba para dejarlos entrar. Forman un círculo a tres metros del techo del resguardo indígena, sus vestidos se han convertido en estelas de sus cuerpos etéreos y sus movimientos recuerdan las terrenales danzas de antiguos días, como me lo narro al oido Vicente Vargas.
El Haibaná entra de nuevo en el zaguán de la casa pero esta vez es diferente. Su voz se ha tornado más contundente y su eco suena a antiguo. Se sienta entre las hojas de plátano, biao y flores y empieza a llamar a concentrar la energía para poder contrarrestar el maleficio que dos días antes la hizo ir hasta la casa del haibana solicitando el Benecua.
Horacio sirve el trago sagrado, que ya no es más la chicha como se estilaba antes, debido a que su proceso de elaboración es delicado y dispendioso; los indígenas se acostumbraron a beber aguardiente en sus Benecuas porque lo consideran un trago que viene de la caña, de la tierra, así como los espíritus lo piden.
Al repartir el trago no se distinguen colores de piel ni asociaciones religiosas ni siquiera se pide un silencio ritualesco, basta y sobra con que los asistentes miren a los ojos al Haibana mientras apuran su trago por la garganta; y ademas que sus pensamientos sean buenos para que la sanación sea correcta. Recibo mi trago con gran ansiedad, miro al Haibaná y lo tomo rápido y sin pasante.
El enfermo es llevado al centro de las hojas y allí se le da un primer trago de aguardiente del banco (reserva) personal del Haibaná, con este trago se pretende identificar a la persona que está realizando el maleficio en contra de la señora enferma. Al tomarlo la señora ve como el rostro de la esposa de su hermano emerge del fondo del posillo; en ese instante el Haibaná le sopla la cabeza traspasando el Haibia, espíritu bueno, (Hai= espíritu y se pronuncia la H como una jota) a la señora para que ésta se defienda y pueda contrarrestar el daño que le están haciendo.
El espíritu es escogido por el enfermo y el Haibaná sirve de intermediario entre estos dos. Arreglo que se organiza con una pequeña donación en dinero o aguardiente. Pero lo más importante es que el espíritu jamás abandonará a la persona por eso es crucial saber escogerlo ya que lo acompañara el resto de su vida.
La señora convaleciente, es una indígena de 60 años que vive con su hijo y su nuera, su hermano, a quien no ve hace cinco años vive en la reserva indígena de Cristianía entre Jardín y Andes. La razón de que hace años no vea a su hermano es precisamente la esposa de él.
Ella toma tres aguardientes rezados que le proporciona el Haibaná y mientras pasan por su garganta los asistentes al ritual dicen al unísono “nos tomamos. Al terminar el Benecua la señora es rociada con agua de albahaca que el Haibaná utiliza para purificar y para que el enfermo descanse y se libere de las preocupaciones.
No se sabe cuando empezó el ritual ni cuando terminó. Al empezar el reloj estaba parado en un día pero al salir la hora era incierta y el tiempo se había ido a danzar con los espíritus.
A la mañana siguiente pienso en que me iré de Valparaíso con un aire de naturaleza que se calienta por los favores del río cauca. Al medio día me despido de Vicente Vargas y Julio, les agradezco su gran hospitalidad y me desean un regreso a Valparaíso más pronto que tarde.
El eco de una corneta irrumpe todo el valle y marca la hora de salida del último bus hacia Medellín. Me despide un sol que se oculta en la montaña que divide a Valparaíso y el resto del occidente. Los espíritu descansa, hoy no habrá otro Benecua.
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