10 de junio de 2008

Juan, cómo te fue…


Por: César Jaramillo

Charlando con Juan Miguel se evidencia la inmensidad de un país surcado por rutas empedradas con historias de viajeros. Hojas y hojas de hierba creciendo alrededor del camino como brazos de la libertad: siempre la elección dispuesta, siempre un destino diferente. Cada paso convertido en un relato para la cena, un vaivén trocado en una exposición intensa de praderas, de la neblina, de los carros empantanados y de los rostros enrojecidos por el tiempo o la inclemencia del clima.


Al escuchar la narración de un caminante y periodista en función de ambas, se puede advertir esa extraña sensación poco asequible. Una descripción de cada lugar y comienza el recorrido guiado por el momento, a dejar que la imaginación se extienda hasta las montañas y ese gris opaco capaz de trasladar tu mente hacia las llanuras asiáticas sumerja los sentidos en una añoranza difícil de ignorar. Como presentador del programa “Relatos de viaje”, contempló la belleza de los municipios antioqueños con un sombrero que lo convirtió en personaje conocido, y el oído atento a las historias existentes en cada pueblo. Un espacio de la televisión regional destinado a la tradición de una raza, la riqueza cultural y natural que sólo algunos han alcanzado a conocer.
Comunicador social, nuestro hidalgo aventurero consiguió combinar dos pasiones al presentar una faceta diferente del departamento. Un periodismo profundo, poco comercial, agradable sin más por unas experiencias únicas, poblados y dimensiones de una Antioquia tan extensa como diversa. Nos sentamos a tomar café, y de repente hemos conversado unos 50 minutos sin ningún tipo de intervención. Conocer a los Rolling Stones en Buenos Aires (Argentina), Describir las dificultades de un trayecto por trocha, el recóndito Marmaco y las minas que lo convierten en bastión minero semejando la novela de Soto Aparicio.
El formato del programa (creado para reemplazar el costoso espacio de “Venga a mi pueblo”), se diseñó pensando en un personaje de sombrero, foráneo y curioso, conociendo la extensión y oferta de los sitios visitados. Lejos de aceptar el oficio por la paga, la labor era poner a prueba la creatividad y mostrar a todo televidente que plácidamente reposaba en su hogar, una nueva experiencia a sus ojos. El primer contacto, realizado por teléfono con la casa de la cultura, dejaba unos apuntes, algunos nombres, y los paisajes obligados de la belleza antioqueña. En cuatro aspectos se desmembraba el recorrido: Algún lugareño conocedor de la historia, los músicos o grupos de danza, el artesano de la orfebrería y el atractivo natural de orgullo para el pueblo.

Con un poco de ayuda, las habilidades de la rutina, y un buen mapa, el carro engalanado con el símbolo de telenatioquia evitaba retenes de las autoridades y les aseguraba una bienvenida calurosa sin importar el destino. Nunca amedrentados por la inseguridad, sin tener entre sus crónicas alguna descripción detallada de un robo o la inconformidad por su presencia, todos los que hacían parte del equipo pasaban la noche donde fuera posible, degustando las delicias del campo y prestando especial atención a las supersticiones, a las figuras representativas que permitían el alarde y a las particularidades de cada tradición.

Anécdotas sobran, aunque sea complicado recordar todo lo sucedido en un solo coloquio. Algo no se olvida, claro está: el calor de la gente, la sencillez y su capacidad de servir sin esperar recompensa alguna.
“A Peque se llega culebreando, luego de subir la montaña y comenzar el descenso hasta el casco urbano. Cuando estuvimos allá, antes de llegar, se escuchaba el ruido de un comité de bienvenida, con comparsa y todo. Incluso el alcalde esperaba la llegada del carro, y nos recibieron de una manera única.”

En semejante quehacer, Juan Miguel se adiestraba como viajero al tiempo que adquiría el sentido periodístico de la observación minuciosa. Acostumbrado entonces a los paseos familiares en toda época del año, y enfrentado al reporterismo de andariego, su preferencia se dirige hacia la práctica rústica, sin comodidades: itinerarios de selva, playa desierta o un parque tayrona majestuoso al caer la noche con su cielo estrellado. Son Isla fuerte o San Bernardo del viento, los lugares que en su prolija historia provocan ser visitados con una carpa al hombro, un grupo selecto de personas y nada programado.
A su juicio, una lista de tres sitios debe ser presentada a los turistas cuando dejen caer el peso de su equipaje en territorio Colombiano: Frente al imponente pacífico, las playas agrestes de Triganá, cerca de San Francisco, lejos de la zona concurrida y pletórica de hoteles y casetas. La laguna de la Cocha, en Nariño, con un paisaje extenso rodeado por las cabañas de vivos colores y jardines que se alzan sobre vigas de madera, para evitar los estragos de la creciente. Por último, el vestigio colonial de Mompox, recuerdo conservado del pasado, que admirado desde las alturas semeja una alfombra elaborada con copas de árboles.
Al terminar nuestra conversación, queda en mi memoria un pequeño recorrido por el terruño cruzado por las montañas, las llanuras y los valles, las playas y las arenas, los rostros que esperan a la vera del camino, pero más importante, un breve recuento de una historia que posiblemente no termine pronto, la de Juan Miguel periodista y Juan Miguel el viajero.
Los viajes, los hermosos viajes. Somos tan pequeños y tan exiguos, tan reducidos como una mancha en un universo infinito prologándose hasta la oscuridad. Sólo el conocimiento brinda esa efímera plenitud, la promesa de nuevas imágenes a nuestros ojos mortales, los placeres secretos en cada cultura y en cada rincón de la tierra que se nos presenta como una bandeja dónde es posible degustar la realidad de los campos, de los pueblos y de las costumbres.

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